Por Joel Ortega Juárez
El movimiento del
10 de junio de 1971, que tuvo lugar durante la celebración del Día de Corpus en
las calles de San Cosme en la Ciudad de México, tuvo como objetivo central defender la autonomía
del movimiento estudiantil frente al Estado e impulsar una política de unión
obrero-estudiantil, una meta que no pudo concretarse en 1968. En ese momento,
había diversas huelgas activas —como la de Ayotla, entre otras— que expresaban
el descontento creciente entre distintos sectores sociales.
Otra de las
prioridades del movimiento fue desmontar la falsa política y la supuesta
cultura democrática del gobierno de Luis Echeverría Álvarez, quien logró
confundir a amplios sectores, incluidos algunos intelectuales que promovieron
una disyuntiva falaz: Echeverría o el fascismo.
Tenemos una
investigación en la que se ha documentado el asesinato de 44 personas durante
la represión, con nombres y apellidos. Entre ellas, Francisco Treviño Tavares,
estudiante, maestro, activista y organizador comunitario. Fue dirigente de la
Preparatoria Popular Tacuba y murió a los 19 años en la Cruz Roja, tras recibir
disparos del grupo paramilitar Los Halcones.
No obstante,
reducir el 10 de junio al amarillismo del llamado “halconazo” es una
simplificación que desvía el verdadero sentido del movimiento.
La principal
aportación de aquella jornada fue precisamente su autonomía frente al Estado,
su partido, sus gobiernos y su ideología. Esa independencia quedó sintetizada
en una manta que se levantó ese día y que resumía el espíritu de quienes
marchaban:
“LA REVOLUCIÓN
MEXICANA HA MUERTO. ¡VIVA LA REVOLUCIÓN SOCIALISTA!”
Existen miles de
historias sobre aquel día: algunas reales, otras fantásticas; tantas como
asistentes hubo —o más— porque muchos han querido verse reflejados en una gesta
histórica. Lo que es innegable es que se trató de una tragedia sin
justificación, que los gobiernos sucesivos han intentado minimizar o evadir.
Con los años, se
logró que la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado
procesara, detuviera y mantuviera en prisión domiciliaria a Luis Echeverría
Álvarez durante casi tres años, acusado del delito de genocidio. Sin embargo,
se rehusaron a imputarle responsabilidad directa en la represión del 10 de
junio, alegando que el movimiento no contaba con personalidad jurídica propia.
Precisamente ahí
radica la fuerza del 10 de junio: fue un movimiento sin dirigencia única, pero
con objetivos colectivos claros y contundentes. Por ello, hoy que se conmemora
un aniversario más, es necesario afirmar con firmeza que nadie —y menos el gobierno
actual— tiene autoridad moral para proclamarse su vocero, representante o
heredero.
Menos aún cuando
la política de esta administración contradice abiertamente los ideales que
impulsaron el 10 de junio. Se trata de un gobierno que reproduce la cultura
política autoritaria de los regímenes surgidos de la Revolución Mexicana, los
mismos que acabaron absorbiendo y desmantelando los movimientos sociales
independientes. Además, su política exterior muestra una preocupante sumisión
frente a Estados Unidos, como ha quedado en evidencia ante el sufrimiento de
migrantes mexicanos en ciudades como Los Ángeles, Chicago y muchas más.
En vez de
condenar y alzar la voz ante esta masacre migratoria, el gobierno mexicano se
ha limitado a declaraciones complacientes, celebrando que “los mexicanos que
regresan son bienvenidos”, en una postura que termina justificando las
deportaciones masivas promovidas por Donald Trump.
Las
contradicciones no acaban ahí. También se reflejan en la política laboral. El
10 de junio buscó —como ya se ha dicho— reconstruir la alianza histórica entre
el movimiento estudiantil y el movimiento obrero. Lo que ha hecho este
gobierno, en cambio, es revivir el charrismo sindical, representado por figuras
como Napoleón Gómez Urrutia, hijo del histórico líder charro Napoleón Gómez
Sada, quien en 1968 amenazó con armas a quienes intentaban dialogar con los
trabajadores mineros.
Esta
administración también se ha aliado con el SNTE, históricamente dirigido por
líderes corporativos; ha perseguido a la CNTE, reprimido a las mujeres,
ignorado a las madres buscadoras y, las ha descalificado acusándolas de
conservadoras.
En suma, el
gobierno que hoy preside Claudia Sheinbaum representa todo lo opuesto a los
principios, la identidad y el espíritu del movimiento del 10 de junio.
Hay muchas
crónicas, muchos testimonios y muchas víctimas. Hoy, familiares y
sobrevivientes relatan lo que vivieron, y cada voz es valiosa. Pero lo más
importante no es solo narrar la tragedia, sino extraer las lecciones, rescatar
el sentido histórico y preservar el legado del movimiento.
Un legado que,
como entonces, sigue vigente y que se resume con fuerza en una frase que aún
resuena:
“LA REVOLUCIÓN
MEXICANA HA MUERTO. ¡VIVA LA REVOLUCIÓN SOCIALISTA!”
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