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Perú se precipita en una debacle política total tras la fulminante destitución de la repudiada presidenta Dina Boluarte por un Congreso de la República sumido en el desprestigio y movido, una vez más, por intereses puramente electorales.
La crisis,
largamente incubada, estalla en un país colapsado por una creciente ola de
violencia y un crimen organizado que ha logrado una captura sin precedentes del
aparato estatal. La incapacidad del Ejecutivo para enfrentar esta emergencia
fue el detonante final que el Legislativo, desesperado por un salvavidas
político de cara a las elecciones de 2026, utilizó para ejecutar una nueva
«vacancia exprés».
Un nuevo
presidente con sombra de impunidad
En medio de este caos institucional, el hasta ahora desconocido presidente del
Congreso, José Jerí, asume la Presidencia de la República. Su ascenso al poder
interino no hace más que profundizar la sensación de barbarie política e
impunidad que carcome a la clase dirigente.
Jerí, un político
con un perfil bajo hasta su elección como líder del Parlamento, ha sido
inmediatamente recordado por una denuncia de violación presentada por una
trabajadora del Congreso antes de que asumiera ese cargo en el 2025. Aunque la
Fiscalía archivó la investigación por falta de evidencia meses después de la
denuncia, el hecho de que su ascenso se haya producido a pesar de la gravedad
de la acusación, y con la evidente protección de sus colegas diputados, es
visto por la opinión pública como una señal inequívoca de que los congresistas
operan en un sistema de impunidad total.
El ajedrez del
Congreso y el colapso ciudadano
Esta nueva sucesión presidencial es percibida como la enésima movida en un
cínico ajedrez político donde los congresistas se dedican a colocar y destituir
presidentes según sus intereses y cálculos políticos más inmediatos, buscando
posicionarse o ser «premiados» en las próximas contiendas electorales.
Mientras la clase
política se atrinchera en sus privilegios y continúa con su ciclo destructivo,
la población peruana se encuentra abandonada y a la deriva. La ciudadanía se ve
obligada a defenderse del crimen organizado y, paradójicamente, de un Estado fallido
que ha sido capturado y deslegitimado por sus propios líderes. En las calles,
la lucha diaria por la supervivencia y la seguridad se ha convertido en la
única y verdadera realidad de un Perú exhausto y al borde del abismo.
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