Por Ollantay Itzamná
La implementación de estados de excepción o regímenes
similares en países latinoamericanos como El Salvador, Ecuador y Perú ha
despertado serias preocupaciones sobre su verdadero propósito. Existe un patrón
emergente donde la violencia programada o inducida parece ser utilizada como un
pretexto para la imposición de estas medidas extraordinarias, cuyo efecto
principal es la suspensión o el control de la protesta social legítima.
La protesta ciudadana surge, en gran medida, como
respuesta al descontento generalizado ante la corrupción endémica y los
procesos de privatización de bienes y servicios públicos, que se perciben como
un despojo del patrimonio nacional en favor de intereses privados y élites.
Instrumentalización de la Violencia
En los casos concretos mencionados, se observa cómo la
escalada de la violencia criminal o social, real o magnificada, se convierte en
la justificación principal para que los gobiernos declaren estados de
emergencia, sitios o excepción. Estas declaratorias suelen otorgar a las
fuerzas de seguridad (militares y policiales) poderes desmedidos que van más
allá del combate al crimen organizado, dirigiéndose, de facto, contra el
ejercicio de derechos fundamentales como la libre expresión y la reunión
pacífica.
El Salvador: El régimen de excepción, inicialmente
justificado por la lucha contra las pandillas (maras), ha implicado la
suspensión de garantías constitucionales, lo que organizaciones de derechos
humanos denuncian como un marco propicio para detenciones arbitrarias y abusos,
afectando a poblaciones vulnerables y, potencialmente, inhibiendo la crítica
política.
Ecuador: Las declaratorias de estado de excepción por
crisis de seguridad o protestas han permitido la militarización de espacios
públicos, dificultando la movilización de grupos sociales e indígenas que se
oponen a políticas extractivistas o económicas.
Perú: La respuesta a protestas masivas, especialmente en
el sur andino, ha incluido el despliegue militar bajo estados de emergencia,
resultando en un alto costo de vidas humanas y heridos, un indicativo de la
violencia estatal desmedida. La declaratoria de Estado de sitio en Lima y
Callao es una muestra más.
Consecuencias a mediano plazo: Desintegración social y estatal
La respuesta estatal con violencia y represión, lejos de escarmentar o asustar permanentemente a la población descontenta, genera un efecto contrario y más peligroso a largo plazo:
Creación de Nichos Sociales Anti-Estado: La violencia
estatal desmedida y la impunidad percibida convierten a amplios sectores de la
población, ya desilusionados por la corrupción, en nichos sociales anti-estado.
El aparato estatal deja de ser visto como un garante de derechos y se convierte
en el principal agente represor y violento. Esto erosiona la legitimidad, la
confianza y la cohesión social.
Debilitamiento del Estado nacional: Esta violencia
programada podría estar buscando, a mediano plazo, el debilitamiento y/o la
desaparición funcional de los estados nacionales tal como se conocían. Los
estados que en otros tiempos defendieron su soberanía y buscaron construir una
nación unificada, hoy parecen estar desmantelando sus bases sociales y
soberanas mediante: La cesión de control territorial y seguridad a fuerzas con
agendas cuestionables. La criminalización de la defensa de los bienes públicos
y la soberanía económica. El uso de la fuerza desproporcionada que fractura el
pacto social.
El resultado es la consolidación de territorios cada vez más violentos y fragmentados,
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