El 15 de
septiembre de 1821 es celebrado en Centroamérica como el Día de la
Independencia, una fecha que marca el fin del dominio colonial español y el
nacimiento de las repúblicas. Sin embargo, para los pueblos aborígenes, esta
fecha no simboliza una liberación, sino el inicio de una nueva fase de
colonialismo. Mientras la élite criolla celebraba su emancipación, los
verdaderos dueños de la tierra quedaron marginados, excluidos de un pacto
social que, en la práctica, los condenó a la servidumbre y a la miseria.
La historia de
los 204 años que siguieron a esa declaración de independencia es una narrativa
de despojo y violencia. Las nuevas repúblicas, lejos de reconocer la riqueza
cultural y los derechos ancestrales de los pueblos originarios, adoptaron un
modelo de Estado esencialmente anti-indígena. Bajo la bandera de la «unidad
nacional», se implementaron políticas que sistemáticamente les despojaron de
sus territorios, les negaron sus identidades, idiomas y formas de vida. La
tierra, su pilar fundamental, fue arrebatada para alimentar un modelo económico
que solo benefició a unos pocos. Los indígenas, de propietarios a peones, se
vieron forzados a trabajar en condiciones de esclavitud moderna, mientras sus
conocimientos milenarios eran despreciados como «atraso».
La exclusión
silenciosa: Ser indígena en las repúblicas criollas
Para los pueblos
aborígenes, la independencia no trajo la ciudadanía plena. Quienes intentaron
integrarse al sistema, asumiendo la identidad «nacional», a menudo tuvieron que
renunciar a sus raíces culturales. Se les exigió abandonar su lengua, sus vestimentas
y sus cosmovisiones para poder acceder a la educación o a un puesto en el
Estado. Pero incluso en esos casos, la aceptación era condicional. Jamás fueron
considerados ciudadanos de primera clase, y su rol en la sociedad criolla se
limitó a ser un ejemplo de asimilación, un modelo de cómo «civilizarse» para la
élite dominante.
Hoy, la situación es aún más precaria. Las poblaciones indígenas en
Centroamérica sobreviven en condiciones de pauperización extrema, a menudo en
los territorios más remotos y menos productivos. La pobreza, la desnutrición y
la falta de acceso a servicios básicos como salud y educación son una
constante. Cuando levantan la voz para exigir el cumplimiento de sus derechos,
son castigados por los Estados como «enemigos internos», criminalizados y
reprimidos. La justicia, para ellos, es un concepto distante, y la protección
legal es una quimera. Las violaciones a sus derechos humanos, como el despojo
de tierras, los asesinatos y la impunidad, son el pan de cada día.
La traición de
los «Capataces Culturales»
Dentro de este
panorama desolador, ha surgido una figura trágica: el indígena que se «portó
bien» con el sistema. Aquel que, al asumir una función pública o académica, se
convierte en una herramienta del Estado para controlar y someter a su propio
pueblo. Su rol no es el de un líder que defiende los derechos, sino el de un
capataz cultural y académico que justifica las políticas opresivas y promueve
la asimilación como única vía de progreso. Son la prueba viviente de cómo el
sistema criollo, en su afán por aniquilar las identidades indígenas, ha logrado
cooptar a algunos de sus miembros para que trabajen en su contra, perpetuando
el ciclo de dominación.
El 15 de septiembre es, entonces, un recordatorio de la profunda herida que se
abrió hace 204 años. Una herida que no ha sanado y que sigue sangrando. La
identidad de los pueblos aborígenes está bajo constante amenaza, y su futuro
como pueblos con identidad propia parece condenado a la desaparición bajo las
actuales condiciones jurídicas y políticas.
Hacia un nuevo
amanecer: El llamado a la plurinacionalidad
Frente a esta
realidad, la celebración de la independencia criolla es una afrenta para los
pueblos originarios. La verdadera liberación no vendrá de la exaltación de un
pasado que los marginó, sino de la construcción de un nuevo futuro. Es por ello
que urge la tarea de impulsar procesos constituyentes que permitan crear nuevos
Estados. Estados que no sean el reflejo de una élite criolla, sino que
representen la plurinacionalidad inherente a Centroamérica.
Necesitamos nuevos ordenamientos jurídicos que reconozcan los derechos de los
pueblos originarios de forma integral, que les devuelvan sus territorios y que
les permitan ejercer la autonomía. Solo así se podrá saldar la deuda histórica
que las repúblicas tienen con sus pueblos primigenios. La única manera de
honrar el pasado y construir un futuro justo es a través de la refundación de
nuestros Estados sobre las bases de la diversidad, el respeto y la justicia.
Porque la verdadera independencia, esa que dignifica y libera, aún está por
conquistarse.