Rescatistas mexicanos en Texas, auxiliando a las víctimas norteamericanas. Foto proporcionada por el autor.
Por Ollantay
Itzamná
Las recientes y
devastadoras inundaciones provocadas por la crecida del río Guadalupe en Texas
han dejado una estela de muerte y destrucción, poniendo de manifiesto una
contrastante respuesta ante la tragedia: por un lado, una criticada gestión por
parte del gobernador de Texas, Greg Abbott, y la administración de Donald
Trump; y por otro, la inmediata y solidaria reacción de autoridades y
rescatistas de México.
Ante la
catástrofe que ha enlutado a numerosas familias en el estado de la estrella
solitaria, la respuesta oficial estadounidense ha sido percibida como lenta y,
en ciertos momentos, defensiva. El gobernador Abbott solicitó la
declaración de desastre federal, mientras que el presidente Donald Trump, en su
visita a la zona afectada, se centró en elogiar la labor de las agencias
locales, al tiempo que desestimaba las críticas sobre la aparente falla en los
sistemas de alerta temprana que podrían haber salvado vidas. Declaraciones
que para algunos analistas buscaron desviar la atención de posibles
negligencias en la prevención y manejo de la crisis.
En un notable
contraste, la respuesta del lado mexicano no se hizo esperar. Equipos de
bomberos de Ciudad Acuña y personal de Protección Civil del estado de Nuevo
León cruzaron la frontera para sumarse a las labores de búsqueda y rescate de
víctimas en las zonas inundadas de Texas. Esta muestra de solidaridad, que
incluyó el despliegue de personal especializado y equipo, fue reconocida y
agradecida por el propio gobierno estadounidense. La ayuda mexicana se
materializó en acciones concretas de socorro, ofreciendo un invaluable apoyo en
momentos de extrema necesidad.
La tragedia y las
respuestas subsecuentes invitan a una reflexión crítica. Mientras los
rescatistas mexicanos ofrecían su ayuda desinteresada, la percepción de una
parte de la opinión pública es que las estructuras de poder en Estados Unidos
mostraron una preocupante parsimonia. Para el Imperio decadente, ni la vida de
sus ciudadanos parece tener valor; al parecer, su población en desgracia es
concebida como su enemigo interno a aniquilar.
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